Hambre por El Avivamiento en Rusia
Por Oswald Smith
Cuando en 1924, 1929, y 1936 visité los campos misioneros rusos en Europa, vi a Dios obrando con un poder de avivamiento. La gente andaba casi cincuenta kilómetros (30 millas), o viajaba con caballos y carros trescientos veintidós kilómetros (200 millas) para asistir a las reuniones.
Los cultos duraban tres o más horas y, en algunos casos, se celebraban tres servicios al día, y entonces la gente se quejaba de que no tenían suficiente. En una localidad, se juntaban en una reunión propia temprano por la mañana, horas antes de que incluso los obreros aparecieran, con lo que se hacía cada día cuatro cultos.
No se necesitaba gastar ni un céntimo en publicidad. Uno se lo decía al otro, y todos venían, hasta que la gente se tenía que quedar derecha en los pasillos, sentados en todos los espacios disponibles en la tarima, saturando los auditorios más grandes, de manera que a duras penas podían los últimos caber apretados. Bien recuerdo cómo prediqué a tres mil en una iglesia luterana. ¡Ah, cómo escuchaban! Sí, y al aire libre era igual. Durante tres horas les he visto en la lluvia, de pie hombres, mujeres y niños tan hambrientos estaban.
¡Ah, y cómo Dios obraba! Desde el mismo comienzo el espíritu del avivamiento estaba en el aire. Oraban, cantando y testificaban, con las lágrimas cayendo por sus mejillas. Con corazones oprimidos escuchaban a los mensajes, y, cuando se daba la invitación, iban en masa al frente, cayendo sobre sus rodillas, con sus ojos bañados en lágrimas, clamaban al Señor por misericordia. El pastor William Fetler era mi intérprete, y ¡Cuán inspirador él era!.
Describir las escenas que han sido ejecutadas por el Espíritu Santo sería imposible; porque lo que Dios trajo era nada menos que milagroso. Cada noche el gran auditorio quedaba literalmente saturado, y, durante los últimos días, se llenó hasta rebosar más allá de su capacidad, la galería, la tarima, y todo, con gente de pie por todas partes. Noche tras noche almas se acercaron al frente para aceptar la salvación, y el altar se llenó una y otra vez. Gran número de personas aceptó por primera vez a Cristo. Cuántos fueron no lo sé.
Pero la reunión de las diez de la mañana fue el gran momento de la fiesta. La primera mañana, el principal auditorio de abajo estaba lleno, con unos pocos en las sillas del coro. El segundo día hubo más, y el tercero aún más, y una gloriosa aurora empezó. Pero en la cuarta mañana no había sitio. Los asientos del coro estaban llenos. Entonces se pusieron sillas de más en la tarima y allí donde hubiera sitios. Aún la gente continuaba viniendo en mayores números hasta que, al final, muchos quedaron obligados a quedarse de pie en los pasillos. Entonces el poder de Dios cayó sobre la audiencia. Los hombres y las mujeres se arrodillaban en todas partes y, ¡ah, oraciones! ¡Cuántas lágrimas! ¡Qué arrepentimiento y confesión! ¡Y que Gozo y Paz! ¡Qué testimonios! ¡Y cómo cantaban! Verdaderamente, era el cielo sobre la tierra.
Al finalizar la reunión, se convocó otra, especial, por la tarde a las cuatro. ¿Volvería yo a predicar? Consentí. Y a las cuatro estaban de vuelta. Otra vez, el poder de Dios se hizo presente. Las lágrimas caían sin obstáculos. Un gozo inexpresable y lleno de gloria se veía en muchas caras. En silencio nos arrodillamos ante Dios, y el Espíritu entró en un gran número de vidas. A las seis y media estaba otra vez predicando, y también a las ocho, cuatro veces en un solo día.
Poco después de retirarme a mi habitación se oyó un toque a la puerta. Uno de los estudiantes entró. Me dijo cómo Dios le había hablado. Describió su gran hambre en su corazón. “He decidido orar toda la noche dijo- porque no cesaré hasta que conozca el poder del Espíritu Santo en vida”. Oramos juntos, y él sollozaba abiertamente. Así empezó el quebrantamiento.
Al cabo de unos pocos minutos se oyó llamar otra vez. “¿Tendría inconveniente en reunirme con algunos en una habitación adyacente?” Fui. Cuando entré me encontré con un grupo de la oficina sobre sus rostros. También a ellos les había hablado Dios. Otra vez la oración, una oración definida y agonizante, ascendía a Dios. El pecado recibió la atención merecida y abandonado, y se hizo una total rendición, porque una vez más el Espíritu Santo había conseguido Sus propósitos.
En aquel momento entraron todos los estudiantes a una. Rusos, alemanes, letones e ingleses, todos derramando su corazón a Dios. ¡Ah, qué tiempo de ablandamiento! ¡Cómo lloraban ante el Señor! ¡Qué gozo encontrarse con tal atmósfera de avivamiento! Y de ver al Espíritu Santo mismo obrar. Finalmente, se fueron; se fueron para continuar en oración en sus propias habitaciones; ¿hasta cuándo? Yo no sé. Y a las doce de la noche volví a mi oficina, y con gozo y gratitud en mi corazón, fui a la cama. ¡Qué bueno que había sido este día!
A la mañana siguiente nos vimos obligados a pasar al auditorio principal, porque había más de mil doscientas personas presentes, y de nuevo el altar se llenó. ¡Gloria a Dios! A las cuatro de la tarde prediqué de nuevo, y esta vez ante una audiencia de más de mil quinientas personas, quedándose muchos de ellos de pie. De nuevo, la plataforma quedó cubierta de almas. Después, a las siete de la tarde, prediqué ante mi tercera congregación, y el poder del Espíritu se presentó muy real. Hubo un santo silencio sobre aquella gran audiencia, de manera que al terminar, tantos vinieron al frente, que el período posterior a la reunión duró una hora. Esto tuvo lugar en el auditorio de la planta inferior.
A las ocho subí arriba y me encontré con una audiencia de mil trescientas personas que me esperaban. De nuevo proclamé el mensaje, y di la invitación, e inmediatamente se juntaron en hilera de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ante el altar y, con gozo y contrición aceptaron a Cristo. Éste fue mi cuarto servicio del día, y yo creía que el último; pero cuando volví a la casa de la misión encontré la habitación llena de rusos, todos con sus rostros delante de Dios, orando silenciosa y fervorosamente, como solamente pueden hacerlo los rusos. Durante un tiempo me uní a ellos, entonces los dejé, y a las doce de la noche fui a la cama. ¡Qué día había sido aquel! ¡Qué reuniones! ¡Qué conversiones maravillosas! ¡Qué gozo! ¡Qué poder! Nunca en mi vida había yo predicado a tales congregaciones ni en Canadá ni en Estados Unidos.
El domingo de Pascua fue un día que nunca olvidaré. El primer culto tuvo lugar a las seis de la mañana. A las doce de la noche del día anterior había asistido al servicio ortodoxo griego, había visto a la gente con sus velas, había contemplado a los sacerdotes con sus vistosos ropajes mientras marchaban tres veces alrededor exterior de la iglesia, había escuchado el maravilloso canto del coro, y había oído el sermón del arzobispo acerca de la resurrección de Cristo. Eran las dos de la mañana cuando fui a la cama. Así, predicar a las seis de la mañana no era cosa fácil. Mil doscientas personas estaban presentes. Muchos respondieron a la invitación, y aceptaron a Cristo.
A las diez prediqué de nuevo a una congregación de mil seiscientas personas. Incluso los pasillos de la galería estaban a tope, y la gente estaba en todas partes de pie. Era una escena maravillosa. La reunión duró cuatro horas.
Después de la comida me eché en la cama y caí dormido, despertando justo a tiempo para el siguiente culto, a las cuatro. Había mil cuatrocientas personas presentes. Un gran número de ellas pasó adelante para salvación, al mover el Espíritu de Dios a la audiencia de una manera maravillosa. Las lágrimas fluían por muchas mejillas. Los hombres estaban allí secándose sus hinchados ojos. La salvación había llegado a muchos corazones y, con gozo rebosando en sus rostros, apretaban calurosamente mi mano mientras iba saludando a los nuevos convertidos. Allí había hombres y mujeres jóvenes. Viejos también. Muchos con cabellos grises. Unos pocos niños pequeños. Todos habían buscado, y muchos de ellos hallado, al Salvador. ¡Oh, qué gozo tan inmenso!
El lunes estaba en una iglesia rusa en la que, casi cinco años atrás, había predicado el Evangelio. Aquí, encontré, a las diez de la mañana, una audiencia masiva, con los hombres y las mujeres abarrotando el local, gente de pie aquí y allá, un coro masivo y una banda de música detrás de mí. Hablé con convicción acerca de la victoria sobre el pecado y, al terminar, docenas de personas se arrodillaron al entrar el Espíritu Santo en sus vidas y hacer verdadera la transacción. Dios obró poderosamente. Muchos de los rostros de ellos eran literalmente glorificados, tan grande gozo de ellos.
En otra ciudad rusa nuestro primer culto tuvo lugar en la iglesia local, que solamente estaba medio llena, pero hubo un principio de quebrantamiento ya al empezar. Muchos oraron con lágrimas. Al siguiente servicio la iglesia estaba llena a rebosar, con gente de pie. La tercera reunión fue en un auditorio con una capacidad para tres mil personas, según nos dijeron, pero demostró ser muy pequeño tan grande era la multitud, y tan profundo el interés que grandes cantidades de ellos tuvieron que estar de pie todo el tiempo. A pesar de la gran multitud, muchos pasaron adelante y se arrodillaron al altar a aceptar a Cristo, y una profunda convicción cayó sobre la congregación.
Entonces vino la noche del lunes. ¿Volvería a venir aquella gran multitud? ¿O sería aquí el lunes como en América? Pronto tuve respuesta a esta pregunta porque, al llegar a la iglesia, vimos que estaba llena hasta el tejado, con gran número de personas de pie en los pasillos. ¡Qué espectáculo! Dos galerías, una lejos hacia atrás por encima de la primera.
Rostros tensos mirándonos. ¡Cómo se conmovió mi alma cuando les contemplé! Al terminar convoqué una reunión de seguimiento. Alrededor de unas quinientas personas se fueron. El resto se quedó. Y así, con unos dos mil quinientos allí presentes, tuve que empezar. Rápidamente se llenaron los asientos delanteros con los indagadores. Expliqué cuidadosamente el Evangelio. Según hablaba, lágrimas caían por las mejillas de ellos. Pronto estaban sobre sus rodillas. Confesaban los pecados, y éstos eran perdonados, se recibía a Cristo, y se ofrecían cantos de alabanza a Dios. ¡Oh, cuán cambiadas estaban sus expresiones, cuando se levantaron! ¡Cómo brillaban sus ojos con gozo!
Así acabó una de las más maravillosas series de reuniones de avivamiento que jamás haya yo llevado a cabo. Nunca había tenido yo en América una experiencia así. Ni tampoco olvidaré las gloriosas escenas en las que participé. ¡Qué hambre espiritual y qué sed de Dios! ¿A dónde, en Canadá, se puede repetir? Toda mi alma va hacia aquellas multitudes. ¡De qué manera tan maravillosa Dios les visitó! ¡Oh, cómo le alabo! ¡Gloria sea siempre a su Nombre, incomparable para siempre! Él es aún el mismo. El Dios de Wesley y de Finney, el Dios de Moody y de Evan Roberts. Este Dios es nuestro Dios para siempre jamás. Él es aún el Dios de avivamiento. Su mano nunca ha sido acortada ni Su oído se ha vuelto pesado. Él oye, Él contesta oraciones. ¡Aleluya!
En cuanto a mí mismo, me siento profundamente humillado. Dios ha bendecido ricamente a mi propia alma. Ello ha significado una nueva crucifixión, una experiencia más profunda, y un andar más cercano a Dios. Mi corazón se ha deshecho una y otra vez. Desde ahora, como nunca hasta ahora, tiene que tratarse de “Dios primero” con gozo dejo a un lado mis propios planes y ambiciones; acepto los Suyos. Lo que el futuro vaya a traer no lo sé, pero mis propios tiempos están en Sus manos. Si tan sólo Él quiere utilizarme en una obra profunda, de reavivamiento espiritual, quedaré más que satisfecho; no importa dónde, si aquí o en mi propia patria. “A donde Él guíe, seguiré”. Deseo quedar totalmente abandonado a Dios, y vivir cada momento en un reino tan por encima del mundo y de la carne que habitaré en comunión ininterrumpida con mi Bendito Señor.
He viajado a través de Europa, del Próximo Lejano Oriente, Canadá y Estados Unidos y he ido desde el Atlántico al Pacífico, y desde el golfo de México hasta los Grandes Lagos, una y otra vez. He asistido a las mejores reuniones evangelísticas y he escuchado a los más eminentes evangelistas y maestros bíblicos en el continente americano. Pero nunca, en ningún sitio, he visto la repetición de lo que acabo de describir excepto bajo el ministerio de aquellos que están trabajando en tierras rusas.
¿Por qué? ¿Cuál es la explicación? ¿Acaso Dios ha olvidado a América? ¿Ha terminado ya con Canadá? ¿Ha pasado ya Inglaterra su oportunidad? ¿Por qué no hay avivamientos en ninguno de estos países en la actualidad? Simplemente, debido a que falta el primer prerrequisito para el avivamiento. Aquello que vi en Europa Continental, esto es, hambre. Amigos míos no existe un hambre real, verdadera, profunda, espiritual en este país; no hay examen del propio corazón delante de Dios. Las cosas llenan nuestra visión. Tenemos tantas comodidades e incluso lujos que no sentimos la necesidad que tenemos de Dios. Si perdiéramos todo lo que ahora estamos disfrutando, quizás ello demostraría ser nuestra salvación.
Aquí, la gente no quiere asistir a las reuniones. A menudo se necesitan cientos de dólares de publicidad para siquiera llegar a interesarles. Los teatros y los cines están llenos hasta los topes; los salones de baile, las playas y los parques saturados de gente, pero la mayor parte de nuestras iglesias están vacías. La gente nunca, siquiera soñaría en andar solamente tres kilómetros, ni tampoco se quedarían tres horas de pie al aire libre para oír el evangelio. Por ello, mi diagnóstico es que aquí no hay hambre. Cuanto más hermoso es el día, mayor es la tentación de ir a dar un paseo en automóvil.
Dios tiene que aceptar el segundo o tercer lugar. Los rusos tienen pocos de los bienes de este mundo: Por ello viene su hambre espiritual por las riquezas de Dios.
Tomemos nosotros, que tenemos esta hambre (y gracias a Dios, hay unos pocos aquí y allá). Tomemos una lamentación por la gente de Europa y de América, y clamemos al Señor para crear esta hambre, sea ello mediante una catástrofe, guerra, depresión. Porque sin aquella hambre no puede existir un avivamiento genuino.